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viernes, abril 19, 2024
Los secretos de la Segunda Guerra Mundial

Los secretos de la Segunda Guerra Mundial

La máscara antigás Disney
Durante toda la Segunda Guerra Mundial, existió el miedo a que alguno de los contendientes recurriese al uso de los gases venenosos, tal como había ocurrido durante la Gran Guerra. Ese temor hizo que a los habitantes de las ciudades se les proporcionasen máscaras antigás, para protegerse en caso de un ataque aéreo. En Estados Unidos, a pesar de encontrarse muy lejos de sus enemigos, también se tomaron precauciones, repartiéndose miles de máscaras entre los civiles. Pero el ejército pensó que los niños pequeños podían mostrarse reticentes a colocarse la máscara, en un momento en el que su vida corría peligro, por lo que había que idear algo para evitar ese posible contratiempo. Así, el 7 de enero de 1942, el propietario de la Sun Rubber Company, T. W. Smith, y un diseñador, Dietrich Rempel, presentaron al jefe del Servicio de Guerra Química, el general William Porter, una máscara antigás inspirada en un personaje tan querido por los niños como Mickey Mouse. La máscara sería fabricada bajo licencia de Walt Disney. El Ejército dio luz verde a la fase inicial proyecto. La empresa fabricó un millar de máscaras que fueron obsequiadas a altos funcionarios del ministerio de Defensa y militares. Finalmente, ante el progresivo alejamiento de la posibilidad de un ataque con gas, se abandonó su fabricación masiva

Swastika no cambia de nombre…
En 1911, en Ontario, Canadá, dos hermanos encontraron una mina de oro cerca del lago del mismo nombre. Los descubridores llamaron a la mina Swastika, por el ancestral símbolo de buena suerte en las culturas hindú y budista, sin tener manera de saber entonces que unos años después Adolf Hitler lo escogería como símbolo de su infausto movimiento político. Alrededor de la mina creció un pequeño pueblo que se llamó también Swastika. En 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, las autoridades de Ontario decidieron cambiarle ese nombre con inequí- vocas connotaciones nazis por otro más apropiado, Winston, en honor del primer ministro británico, Winston Churchill. Pero los habitantes de Swastika no estuvieron de acuerdo y decidieron mantener el nombre. Así, a partir de entonces, se podía leer en un cartel a la entrada del pueblo: «Swastika. Población 545. Al infierno con Hitler, nosotros la escogimos antes».

Pero Jaguar sí lo hace
La prestigiosa marca de automóviles británica Jaguar, sinónimo de lujo y prestaciones deportivas, no siempre se llamó así. Hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial, la empresa tenía el nombre de SS Cars. Jaguar nació en 1922, cuando dos aficionados al motociclismo, Williams Lyons y William Walmsley, fundaron la empresa Swallow Sidecar Company (SSC) para fabricar sidecars para motocicletas. Pero la joven compañía centró su atención en los automóviles, creando carrocerías de aire deportivo para coches de serie como el Austin Seven o el Morris Cowley. En julio de 1931, la firma se dedicó a divulgar información de lo que sería su próximo modelo. Un aviso publicitario de la época decía «Atención, ya viene el SS»; las siglas SS se referían al nombre de la compañía Swallow Sidecar. En ese momento, esas letras no tenían las connotaciones negativas que adquirirían después, por ser las mismas que designaban a la organización criminal liderada por Heinrich Himmler, pero eso cambiaría posteriormente. En 1935, William Walmsley dejó la compañía y William Lyon decidió refundar la empresa con el nombre de SS Cars Ltd., centrada ya únicamente en la fabricación de vehículos. En ese año, la marca SS se anotó su primer gran éxito al presentar el SS 90, un deportivo biplaza que inmediatamente se convirtió en el coche a batir en pruebas de carretera y que sería bautizado como Jaguar por su gran agilidad y velocidad. En 1937 debutó el emblema Jaguar, que se extendería a todos los modelos SS; la idea surgió de uno de los socios, que encontró necesario darle un toque más atrevido a la marca, aunque ésta continuó siendo oficialmente SS Cars. Durante la Segunda Guerra Mundial, el esfuerzo bélico de la compañía se concentró en la fabricación de piezas para aviones, sidecars y remolques ligeros, quedando paralizada la producción de ve hículos. En 1948 se reanudó la actividad, pero los propietarios de la empresa se encontraron con el problema de que el nombre de SS Cars tenía unas evidentes connotaciones nazis que perjudicaban su imagen. El compartir las siglas con la organización que tantos crímenes había cometido durante la guerra no era la mejor estrategia para acercarse a los deseos del consumidor británico. Así que el nombre de la marca sería finalmente sustituido por el de Jaguar, el de su deportivo más famoso.

Cambios en la guía telefónica
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, en 1939, en la guía telefónica de Nueva York aparecían un total de 22 personas apellidadas Hitler. En 1945 ya no había ninguna; presumiblemente, todos ellos habían optado por cambiar su funesto apellido

La alegría de pagar impuestos
La entrada en guerra de Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, espoleó a la totalidad de la sociedad norteamericana, que se concienció de que la victoria sólo sería posible si cada uno afrontaba su cuota de responsabilidad, ya fuera en el frente o en la retaguardia. Así se entiende que, en los meses siguientes a la entrada en el conflicto, el compositor Irving Berlin alcanzase su cota más alta de popularidad con un tema titulado I paid my income tax today (‘hoy he pagado mi impuesto sobre la renta’). Durante ese tiempo, fueron pocos los norteamericanos que no tararearon en algún momento la pegadiza canción, cuya estrofa, pronunciada por un imaginario hombre de la calle, decía: «¿Ves aquellos bombarderos en el cielo? Rockefeller ayudó a construirlos y yo también». En la canción, ese hombre se mostraba también orgulloso de que, con su dinero, se fueran a construir «un millar de aviones para bombardear Berlín». Sin duda, eran otros tiempos; en la actualidad, es poco probable que una canción que anime al pago de impuestos alcance el favor popular

La contribución de Elizabeth Arden
En Estados Unidos, el ramo de la cosmética, al igual que todos los sectores de la economía, también fue movilizado. Por ejemplo, la pionera en el desarrollo y popularización de esta industria, la canadiense Elizabeth Arden (1882-1966), fue la encargada de producir la crema de color negro destinada a camuflar el rostro de los soldados norteamericanos en misiones nocturnas. En 1943, Arden recibió también el encargo del Cuerpo de Marines de crear un lápiz de labios y un esmalte de uñas para su personal femenino, con el fin de mantener la uniformidad de la tropa también en ese aspecto 4. Para ello, Arden se desplazó a las instalaciones que los Marines tenían en Camp Le Jeune, en Carolina del Norte. Después de examinar los colores del uniforme que las auxiliares debían usar, de color verde, y escuchar sus comentarios, escogió un color que hiciera juego con el uniforme, así como con los cordones y las insignias de rango. El color recibiría el adecuado nombre de Red Victory (rojo victoria). Los nuevos pintalabios y esmaltes de uñas gozarían de una entusiasta acogida, no sólo entre el personal militar femenino de los Marines, sino de todo el Ejército. Las trabajadoras de la industria bélica se sumaron también a la moda, acudiendo a las fábricas luciendo la patriótica línea de cosméticos. Ese fulgurante éxito animó a Arden en 1944 a poner a la venta una «versión civil», con una presentación más sofisticada, bajo el nombre de Montezuma Red 5. El resto de fabricantes norteamericanos de cosméticos se subiría también al carro del éxito, creando colores con nombres patrióticos para competir en ese mercado abierto por ella. Curiosamente, en 1941 el FBI había investigado a Elizabeth Arden al sospechar que sus salones de belleza en Europa daban cobertura a agentes nazis.

No fueron los franceses

El 10 de mayo de 1940, la ciudad alemana de Freiburg fue bombardeada, muriendo un total de 57 personas. La propaganda nazi se encargó de difundir el hecho asegurando que la acción había sido llevada a cabo por la Fuerza Aérea francesa para aterrorizar a la población germana. En realidad, el ataque era el resultado de un error de la propia Luftwaffe. Tres aviones Heinkel He 111, que tenían como misión arrojar sus bombas sobre la ciudad francesa de Dijon, quedaron desorientados a consecuencia del mal tiempo y confundieron Freiiburg con la localidad gala, arrojando allí su cargamento de bombas.

La zanahoria, ¿buena para la vista?
¿Quién, de niño, no escuchó decir a su madre que hay que comer zanahorias porque son buenas para la vista? A pesar de la indiscutible sabiduría inherente a las madres, en este caso esa aseveración no es más un mito, que tuvo su origen precisamente en la Segunda Guerra Mundial. A finales de 1940, la Luftwaffe vio cómo sus bombardeos nocturnos sobre territorio británico recibían una respuesta cada vez más dura por parte de la RAF. Uno de los pilotos ingleses que obtenía resultados más destacados sería John Cunningham (1917-2002), apodado Cat’s Eyes (ojos de gato), por la prensa británica. Cunningham, que se convirtió en un aviador muy famoso, reveló que su secreto, el mismo que el de sus compañeros de caza nocturna, era comer zanahorias, lo que les proporcionaba una mejor visión en esas condiciones gracias a la vitamina A que contiene esa hortaliza. El truco de Cunningham fue aventado por la prensa, por lo que la población británica quedó convencida de que comer zanahorias era bueno para la vista. Sin embargo, esa afirmación era parte de un enga- ño de las autoridades militares británicas, destinado a ocultar a los alemanes la auténtica razón de esa repentina mejora de las prestaciones de la RAF en el combate nocturno. Los científicos británicos habían desarrollado un avanzado equipamiento de interceptación antiaérea, que debía permanecer en secreto para que los alemanes no intentaran contrarrestarlo. Tras la guerra, nadie se encargó de desmentir la aseveración de Cat’s Eyes, por lo que el mito de los poderes visuales de la zanahoria continuaría vivo

«Pequeñas grandes historias de la Segunda Guerra Mundial», de Jesús Hernández (Paidos).

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