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La inflación cumple 7 años: dejarla crecer solo hará más caro su comba 

Por Carlos Melconian

La Argentina lleva 83 meses consecutivos con los precios subiendo de a dos dígitos anuales (desde septiembre de 2005 hasta la actualidad) . Están por cumplirse siete años desde “la primera vez”. Definitiva y contundentemente, no abatirla se ha transformado en una decisión política por tercer mandato consecutivo. Y esto ya debe ser tomado como un dato. Resulta casi un hecho deseado bajo la doble concepción de que: i) ‘un poco de inflación es bueno para lubricar la actividad‘ y ii) financiar al fisco cobrando el impuesto inflacionario es menos traumático que subiendo los impuestos formalmente o conteniendo el gasto público

La Argentina lleva 83 meses consecutivos con los precios subiendo de a dos dígitos anuales (desde septiembre de 2005 hasta la actualidad) . Están por cumplirse siete años desde “la primera vez”. Definitiva y contundentemente, no abatirla se ha transformado en una decisión política por tercer mandato consecutivo. Y esto ya debe ser tomado como un dato. Resulta casi un hecho deseado bajo la doble concepción de que: i) ‘un poco de inflación es bueno para lubricar la actividad‘ y ii) financiar al fisco cobrando el impuesto inflacionario es menos traumático que subiendo los impuestos formalmente o conteniendo el gasto público.

Queda claro que mientras a la economía se la sostenga fogoneando el consumo “tirando plata a la calle” la inflación no va a bajar. Y seguir financiando al sector público con la “maquinita” de emitir moneda es a este altura exactamente eso. La única preocupación oficial es que los precios no suban “demasiado” y que el poder adquisitivo se desmorone lo mínimo posible. La propia caída del tipo de cambio real es ignorada. Es una posición equivocada desde todo punto de vista: a la larga, tolerar la inflación genera costos económicos y sociales que ya están a la vista aun cuando las subas de precios no sean virulentas para los patrones tradicionales de Argentina. No es casualidad que la gran mayoría de los países priorizan tener una tasa de inflación de un dígito anual: no somos los únicos vivos del planeta que descubrimos la pólvora.

Y al final, la política oficial de tolerar siete años de inflación terminó influyendo sobre una de las decisiones más delicadas de la sociedad argentina: cuántos pesos demandar y para qué fines. Es cierto que la decisión sobre con qué moneda transaccionar y en cuál ahorrar en la Argentina excede la actual coyuntura, como también excede cualquier postura “cultural”. En los 80, la hiperinflación sepultó el peso para cualquier fin. En los 90, la convertibilidad sentó las coordenadas para un régimen bimonetario de “indiferencia” que terminó mal. En los 2000, el fracaso de la bimonetariedad sumado a la moda internacional y local, reimpusieron las bondades de la pesificación. Por un tiempo, justamente hasta la aparición de dos dígitos inflacionarios y la “violación” de un eventual índice de ajuste que la reconociera, el peso se consolidó como moneda transaccional y se insinuaba como una posible alternativa de ahorro. Los argentinos en términos macro no desdolarizaban sus stocks pero por lo menos no dolarizaban sus flujos. Las razones “culturales” de atesorar en dólares que hoy esgrime el oficialismo y quiere desterrar autoritariamente, no pesaban en ese entonces bajo su misma gestión.La inflación cumple 7 años: dejarla crecer solo hará más caro su comba

Para que el peso sirviera como moneda transaccional y además sea un instrumento de ahorro, era necesario hacer muy buena letra monetaria, fiscal y cambiaria y también contar con una organización económica confiable con instituciones previsibles. Esto no sucedió. No contar con estabilidad de precios, no haber respetado una unidad de ajuste contra la inflación y haberse implementado en estos años una política económica que generó incertidumbre permanente, ha sido atentatorio contra la recuperación del peso como moneda de ahorro. La consecuencia inevitable fueron 52 meses consecutivos de salida de capitales (o menor demanda de pesos, como se lo quiera llamar) como reacción defensiva contra la incertidumbre política y económica, que se exacerbó en 2011 hasta hacerse insostenible.

El control de cambios del 31 de octubre del año pasado fue la respuesta oficial al atesoramiento masivo en dólares. Fue una consecuencia que a su vez causó un “mazazo” definitivo al peso como reserva de valor. Es un punto de inflexión. Por supuesto que la demanda potencial de dólares para atesoramiento está intacta y prueba de ello es la brecha cambiaria (reminiscencia de otros tiempos) que llegó para quedarse.

La prohibición de atesorar en dólares, el control de importaciones, la pelea por la suba del mínimo no imponible de Ganancias, el problema de las economías regionales, la caída de la inversión, las necesidades financieras de las provincias, la dificultad para cerrar paritarias, el estancamiento del empleo y las suspensiones, el freno de la construcción, la caída de “argendólares”, son repercusiones colaterales directas e indirectas de convivir siete años con alta inflación. No es un colapso porque los desbalances no son mayúsculos y porque la soja “le pone el pecho a la macro” (aunque no a la “micro aceitunera”). Pero luce que es un deterioro irreversible. Bajar la inflación hoy puede hacerse en forma gradual, ordenada e integral, sin pagar tanto costo en términos de nivel de actividad. No es tarea sencilla ni hay margen para improvisar pero hay soluciones a tiro. Dejar que pase más tiempo y probablemente que sea más alta será otra historia, más complicada y costosa. El gran interrogante es quién le pone el cascabel al gato.

 

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