LOS SIMPSON Y LA FILOSOFIA, DE IRWIN, WILLIAM – CONRAD, MARK – SKOBLE, AEON

 SIMPSON Y LA FILOSOFIA, LOS DE IRWIN, WILLIAM - CONRAD, MARK - SKOBLE, AEON

SIMPSON Y LA FILOSOFIA, LOS
DE IRWIN, WILLIAM – CONRAD, MARK – SKOBLE, AEON

misma editorial, junto a los
también filósofos Mark T. Conard y A. J. Skoble,
el libro que ahora comentamos. En la
Introducción, “¿Meditar sobre Springfield?”, los
editores, buenos degustadores de la ironía y la
irreverencia omnipresentes en Los Simpson,
piensan que esta obra gustará a todos los que se
interesen por la serie, por la filosofía o por
ambas cosas. Nadie debe desdeñar Los Simpson
por el hecho de tratarse de unos dibujos
animados y por su enorme popularidad.
Aunque Matt Groening, su director, estudió
filosofía, se recuerda que no se defiende en
ningún momento que en la base de la serie haya teoría filosófica alguna y que el libro no consiste en
“Una filosofía de Los Simpson” ni se titula “Los Simpson como filosofía”: algunos ensayistas creen que la
serie tiene algo que decir sobre la filosofía y otros usan ésta como vehículo para desarrollar tesis
filosóficas de modo accesible al público no académico, al que se invita a leer textos filosóficos. Los
editores esperan que también los filósofos encuentren estos ensayos “estimulantes y divertidos”.

PRIMERA PARTE: LOS PERSONAJES
En el capítulo 1, “Homer y Aristóteles”, Raja Halwani, alternando los papeles de fiscal y de
abogado defensor, se pregunta si Homer Simpson, que moralmente deja tanto que desear, puede tener
algo de admirable, y analiza su carácter siguiendo la Ética Nicomáquea, en la que Aristóteles elabora una
categorización lógica de los distintos caracteres: virtuoso, moderado, intemperante y vicioso. Esclavo de
sus deseos, de la comida y de la bebida, Homer es mentiroso, poco amable, posee un escaso sentido de la
justicia, abusa del débil, no es generoso y carece de amigos, aunque tenga colegas de juerga. Como
padre, suele intentar estrangular a Bart y se olvida de la pequeña Maggie; como marido, no apoya a su
mujer en sus proyectos. Poco consciente de sus limitaciones, carece de sabiduría práctica (frónesis, esa
virtud intelectual que condiciona el modo de ser ético), se muestra excesivamente crédulo, razona fatal ‐
como suele recordarle Lisa‐ y en su trabajo es un incompetente. Sin embargo, no todo son defectos: es
cariñoso con su mujer, se lleva bien con Lisa, a veces es valiente, se comporta amablemente con aquellos
a quienes detesta, suele defender a la gente en aprietos, no es envidioso ni desea el mal a nadie y a ratos
exhibe cierta inteligencia. Miembro de la “alta clase media baja”, conforme con su mediocridad y con su
escaso salario, carece de malicia y a menudo se comporta como un niño. Se nos recuerda que vivió una
infancia desgraciada ‐abandonado tempranamente por su madre, no recibió ningún estímulo positivo de
su padre‐, y que además es portador del gen Simpson, que vuelve a los hombres que lo poseen más
estúpidos según avanzan en edad (“Lisa, la Simpson”). ¿Encaja Homer en el perfil del hombre virtuoso
que trazó el estagirita? Evidentemente no. El virtuoso tiene un modo estable de ser y Homer, de voluntad
débil, suele oscilar entre la moderación y la intemperancia. ¿Qué puede compensar, entonces, la falta de
virtud de Homer? A su mujer le gustan su “humanidad desenfadada” (su comportamiento es
habitualmente bastante grosero) y su vitalismo, que lo lleva a gozar la vida al máximo sin pensar en el
qué dirán. El amor a la vida es una cualidad éticamente positiva y quien la posee se torna alguien
divertido que constituye una buena compañía, pero Halwani encuentra que en Homer esta cualidad no
va acompañada por la prudencia (es brutalmente franco sobre sus apetitos y deseos) y su razón no rige
su vida diaria, lo que lo torna potencialmente peligroso. A pesar de todo, Homer se salva gracias a su
exuberante vitalidad.
En el capítulo 2, “Lisa y el antiintelectualismo estadounidense”, Aeon J. Skoble se centra en la
relación amor‐odio que existe entre la América profunda y sus intelectuales (profesores, científicos,
especialistas, eruditos…), de cuya competencia se suele desconfiar. Homer es un memo antiintelectual,
como su hijo Bart y como casi todos sus conocidos. En Los Simpson la única intelectual es Lisa. Pero
quienes rodean a la brillante y sofisticada muchacha ¿la admiran o se ríen de ella? ¿No es en exceso
pedante y arrogante, no insiste demasiado en querer tener la razón? En realidad, no deja de ser una niña
a la que le gustan las muñecas y los violentos dibujos animados “Rasca y Pica”. El autor estudia
detenidamente el episodio “Salvaron el cerebro de Lisa” para responder a una pregunta clásica: ¿Deben
gobernar los filósofos? Tras la huida del corrupto alcalde Quimby, pasa a gobernar Springfield un
consejo de sabios, Mensa, y Lisa ‐uno de sus miembros‐ se siente feliz ante las ricas perspectivas que los
intelectuales van a abrir a su ciudad. Pero junto a brillantes ideas, los sabios aportan otras
completamente ridículas y alejadas del sentido común, y acaban por pelearse entre ellos. Frente a Mensa,
Homer lidera en la calle la “rebelión de los idiotas”. ¿Pueden ser una alternativa viable a Mensa la inepta
pandilla de Homer o la oligarquía corrupta de Quimby? ¿Es conveniente que Homer siga viviendo en la
estupidez y criticando la inteligencia de Lisa? El antiintelectualismo no estimula precisamente el
desarrollo de la nación norteamericana.

En el capítulo 3, “La importancia de Maggie: El sonido del silencio. Oriente y Occidente”, Eric
Bronson se enfrenta a una difícil papeleta: escribir un artículo de trece
páginas con sabor filosófico en torno a Maggie, la pequeña de los Simpson, que en los episodios de la
serie se limita a succionar ruidosamente su chupete. ¿Cómo es su pensamiento silencioso? En el
inquietante episodio “¿Quién disparó al señor Burns?” conocemos que fue la pequeña de los Simpson la
que disparó a quemarropa contra el dueño de la central nuclear. ¿Sabía lo que hacía? Nos ayudaría a
hallar la respuesta el dispositivo que en el episodio “Hermano, ¿me prestas dos monedas?” inventa el
hermano de Homer para traducir a lenguaje los pensamientos de los bebés. Cree el autor, que, como el
Flaubert dibujado por Sartre en El idiota de la familia, Maggie crece con serias carencias afectivas y una
baja autoestima. Apoya esta creencia el episodio “Hogar, dulce hogar”: tras perder los Simpson la
custodia de sus hijos, los servicios sociales del estado entregan a éstos al matrimonio Flanders. Cuando,
estimulada por el cambio de familia, Maggie sorprende a todos diciendo algo por primera vez: “papitralarí”,
Lisa pregunta a Bart: “¿Cuándo fue la última vez que papá le prestó un poco de atención?” y Bart
responde: “Cuando se tragó la moneda. No se apartó de su lado”. Con citas de textos orientales como el
Bhagavad‐Gita o el Tao Te King, el autor elogia el silencio y la paz interior y censura la vacua palabrería.
También en la filosofía occidental Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein o Heidegger se interesaron por
el silencio y las culturas orientales. El artículo acaba pidiendo atención a todas las voces, para que
ninguna quede ahogada en nuestras modernas sociedades, a fin de que no haya muchas Maggie
Simpson relegadas a los márgenes de la sociedad.
Si en el capítulo 1, Raja Halwani se preguntaba por el carácter de Homer basándose en la Ética
Nicomáquea de Aristóteles, G. J. Erion y J. A. Zeccardi, se preguntan en el capítulo 4, “La motivación
moral de Marge”, si la mujer de Homer posee los rasgos que en dicha obra asigna el estagirita al carácter
virtuoso: valentía, moderación, liberalidad, magnificencia, magnanimidad, confianza en la propia valía,
mansedumbre, amabilidad, honradez, agudeza y modestia. Marge no gusta de lujos ni derroches, huye
de lo ilegal, suele ser generosa, cuida del abuelo y de los necesitados, y se muestra moderada en todo,
vive para su familia (en “Hogar, dulce hogar” afirma: “La única droga a la que soy adicta es el amor”),
influye mucho en la formación moral de Lisa y hace lo que puede con el difícil Bart. A diferencia de Ned
Flanders, “un teórico del mandamiento divino”, su conciencia y su ética pesan más que su religión. Ante
un dilema moral, Flanders reza o consulta al reverendo Lovejoy, sin usar su cabeza para nada. Marge,
aunque creyente, es capaz de cuestionar los juicios morales de la Iglesia. La madre de la familia Simpson,
contradictoria como todos los personajes de la serie, lleva una vida virtuosa: busca la felicidad a través
de una vida moral, persigue el bien de su familia y, por tanto, el suyo propio, disfruta siendo valiente,
honrada y moderada, cree en la paz y en la buena voluntad y, desdeñando la rigidez de las normas
morales de la Biblia, prefiere ser una buena persona a una buena cristiana.

En el capítulo 5, “Así habló Bart. Nietzsche y la virtud de la maldad”, Mark T. Conard se
pregunta si en el comportamiento del astuto chico malo que es Bart puede haber algo saludable y
vitalista, algo filosóficamente importante, y si podría personificarse en él el ideal de Nietzsche, esa
especie de “astuto delincuente filosófico”. Se pregunta también si la tan alabada Lisa no encarnará el
cansancio que insulta al mundo, la moral del esclavo y el resentimiento. Para el Nietzsche de El
nacimiento de la tragedia, que adopta la visión dualista del Schopenhauer de El mundo como voluntad y
representación, la única realidad es la voluntad, la vida es sufrimiento perpetuo y se debe afrontar
honradamente el caos del mundo, no creyendo, como creyó Sócrates, que el pensar puede corregir el ser
y arreglar el mundo. A juicio del autor, en el loco universo de dibujos animados de Springfield, Lisa
representa el papel del Sócrates teórico optimista y encarna la misma fuga de la realidad hacia la ilusión
y el autoengaño que Nietzsche denunciaba en Sócrates, aunque la realidad se muestra terca y en vano
intentará Lisa defender los derechos de los animales, curar a Homer de su ignorancia y al señor Burns de
su codicia, o moldear el carácter de Bart para volverlo virtuoso. Cuando tras El nacimiento de la tragedia
Nietzsche abandona el dualismo propio del platonismo y el cristianismo y de Schopenhauer, le queda
como única realidad el flujo caótico, y no acepta ya el engaño del lenguaje que finge un yo y un más allá
del mundo presente. Nada es estable: sólo existe el hacer, el devenir, nada puede ya denominarse ser,
unidad, identidad, sustancia o permanencia. Pero, aunque sin sentido, el mundo presenta potenciales cosas
valiosas que el hombre debe forjar en su relación con los demás, afirmando con vigor la vida tal como es,
modelando el caos sin buscar consuelo en otro mundo, haciendo de la propia vida arte, construyendo el
yo, que no es algo dado, y creando nuevos valores, todo lo cual es la tarea que La ciencia jovial (o La gaya
ciencia) encomienda al superhombre. Concluye Conard su repaso de la filosofía nietzscheana hablando de
la moral de los señores y la moral del esclavo que el filósofo aborda en su Genealogía de la moral. El Bart que
en el episodio “El furioso Abe Simpson” confiesa al señor Burns no saber distinguir entre el bien y el mal
¿será el superhombre nietzscheano? La respuesta del autor es negativa: Bart no es un personaje
autónomo, un artista que se autocrea y se supera a sí mismo; su comportamiento es meramente reactivo,
se crea en oposición a la autoridad y por eso le gusta tanto el autoritario profesor Skinner y tan poco el
permisivo Flanders: sin un entorno represivo no es nadie, como se ve en el episodio “El niño que hay en
Bart”. El autor cree que Bart representa algo que Nietzsche temía: el peligro del nihilismo. Sin ninguna o
con escasas virtudes, sin una clara identidad y sin espíritu creativo, aunque ha aceptado el caos de la
existencia, Bart no puede crear nada hermoso a partir de ese caos y exhibe una especie de resignación:
“Si nada tiene un significado verdadero, ¿por qué no comportarme mal, hacer lo que me venga en
gana?”. Bart sería una encarnación del nihilismo presente en nuestras sociedades, en las que todo vale y
en las que, a falta de valores absolutos, no parece que nada pueda ser tomado en serio. La serie Los
Simpson podría cumplir la importante función de “descarga artística de la náusea de lo absurdo”
(catarsis) que la comedia cumplía en Grecia. Como sátira social y comentario sobre la cultura
contemporánea, logra momentos geniales “al tomar elementos dispares de la caótica vida
estadounidense y colocarlos juntos, darles forma y estilo, dotarlos de sentido y a veces incluso de belleza.
Aunque sólo se trate de dibujos animados”.

SEGUNDA PARTE: “TEMAS SIMPSONIANOS”
En el capítulo 6, “Los Simpson y la alusión: ´El peor ensayo de la historia´”, William Irwin y J. R.
Lombardo comienzan señalando que los guionistas de la serie, graduados en su mayoría en la
prestigiosa universidad de Harvard, gustan de salpicar sus episodios con inteligentes y divertidas
alusiones a la cultura popular y a la alta cultura. Tras definir la alusión como “una referencia intencional
que exhorta a llevar a cabo asociaciones que vayan más allá de la mera sustitución de un referente”, el
autor medita sobre la estética de la alusión: con un claro sentido lúdico, ésta invita a la audiencia, cuya
complicidad se busca, a participar en el juego de la parodia, la burla o el homenaje a otras obras de arte.
Los espectadores capaces de reconocerlas disfrutarán con su hallazgo y que los que no lo consigan no
notarán que se han perdido algo. Las alusiones, que ocupan segmentos enteros del episodio o el episodio
completo, suelen girar en torno al “alfabeto cultural pop” norteamericano ‐“lo que todo americano debe
saber” dice Homer‐ y en ocasiones también a obras de la alta cultura: las películas famosas (Los pájaros, La
ventana indiscreta, Con la muerte en los talones o Vértigo de Hitchcock, 101 dálmatas, Alien, Ben Hur, King
Kong, Psicosis, Mary Poppins o La guerra de las galaxias); los programas de televisión clásicos (Dallas, El
coche fantástico, Embrujada, Bonanza, Batman, Cheers, Dallas, Star Trek, Tiburón, Titanic, Daniel el travieso, El
oso Yogui, Los pitufos, Los Picapiedra o Snoopy); los textos de autores literarios consagrados (Homero
Shakespeare, Poe, Melville, Dickens, Hemingway, Steinbeck, Conrad, Golding, Ginsberg o Kerouac);
también músicas y pinturas famosas sugieren interesantes segundas lecturas. Aunque Homer diga a su
mujer en el episodio “La familia va a Washington”: “Marge, las series animadas no tienen significado
profundo. Sólo son unos dibujos estúpidos para pasar el rato”, Matt Groening recuerda que cuanto más
culto sea el espectador, más disfrutará con Los Simpson.
En el capítulo 7, “La parodia popular: los Simpson y el cine de gánsgters”, Deborah Knigth
estudia detenidamente el episodio “Bart, el asesino”, en el que Bart‐ como el J. Cagney de El enemigo
público (1931)‐ abandona su ámbito familiar al verse atraído a la órbita de la familia mafiosa, cuyos
valores y costumbres abrazará por un tiempo. Muchos episodios de Los Simpson aluden a géneros
cinematográficos y televisivos reconocibles. Éste supone un homenaje al cine negro y es deudor del
género de las películas de gángsters, concretamente del film Uno de los nuestros de Martin Scorsese (1990),
al que parodia y homenajea. Lamenta la autora que el valioso libro de Linda Hutcheon A Theory of
Parody: The Teaching of Twentieth‐Century Art‐forms (1985) dedique sólo su atención a las parodias de obras
maestras del “arte elevado”, olvidando ocuparse de las narrativas populares. Tampoco comparte la idea
de Hutcheon de que la ironía sería el sello típico de toda parodia, a la que dotaría de “seriedad literaria”
y concedería la calidad de arte elevado y crítico. La autora cree, en cambio, como Margart Rose, que la
parodia hace más hincapié en la comicidad que en la ironía, y así ocurre en “Bart, el asesino”, homenaje
paródico que en ningún momento intenta mostrar una distancia crítica entre el texto paródico y el texto
parodiado.

En el capítulo 8, “Los Simpson, la hiperironía y el sentido de la vida”, Carl Matheson se plantea
la relación entre comedia y moral y propone explicar el peculiar humor de la serie por medio de los
conceptos citacionismo e hiperironía. Las series recientes de la televisión norteamericana multiplican las
citas tomadas de la cultura popular y presentan un humor flemático, pobre de humanidad, resabiado y
como de vuelta de todo. Ese citacionismo nace en la América de los años 70 del siglo XX con dos
paródicas series televisivas: Mary Hartman, Mary Hartman, una telenovela que satirizaba las telenovelas, y
Fernwod 2Night, un talk show que se burlaba de los programas de entrevistas de bajo presupuesto.
Cuando el gusto por la cita alcanza su madurez nacen Los Simpson, cuyas hilarantes citas aparecen de
manera tímida en los primeros episodios y a ráfagas continuas en los más recientes. La serie ¿es moral,
inmoral o amoral? ¿Usa la crueldad con un fin positivo? La respuesta a estas preguntas la halla el autor
en la crisis moderna de las ideas de progreso y autoridad ‐filosófica, artística, científica, religiosa o moral,
de la que es síntoma el deconstruccionismo de Derrida‐. La serie, que nunca da lecciones morales,
propone puntos de vista que inmediatamente desarticula, en un proceso de desmontaje y
desmantelamiento que Matheson denomina “hiperironía”. No se da al espectador de Los Simpson
ninguna base estable que le permita juzgar, ninguna autoridad reconocida por todos, y si alguien o
alguna institución se cree en posesión de la verdad, sufrirá el ataque de la serie, que reta a la audiencia
con su avalancha de alusiones sin asumir nunca una posición definida. Pero ¿no desarticulan ese
desmontaje los finales felices familiares de la serie? No cree Matheson que Los Simpson supongan una
defensa sincera de los valores familiares; su objetivo prioritario es hacer reír, y la energía cómica de la
serie decae cuando plantea cuestiones didácticas o morales, mientras que llega a su culmen cuando
celebra la crueldad física en los episodios de “Rasca y Pica”, de un excelente ritmo en cuanto a crueldad
y potencia de ridículo. Los momentos familiares reconfortantes o sensibleros, que hacen decaer ese
ritmo, quizás tengan por función redimir la ingeniosa crueldad presente en el resto del episodio y evitar
transmitir un deprimente mensaje final de maníaca crueldad. Citación e hiperironía serían, pues, los
recursos responsables por igual de ese humor cruel y condescendiente, aunque hilarante, de la serie, que
si se aleja mucho tiempo de la crueldad, pierde su gracia.
Dale Snow y James Snow analizan la serie desde el punto de vista feminista en el capítulo 9, “Los
Simpson y la política del sexo”. La estadística es sobradamente elocuente: un 75% de episodios de la serie
se centran en hombres y sólo un 25% en mujeres. Los hombres blancos, más de dos tercios de la
población de Springfield, ocupan el centro del escenario público y suelen ser tontos y obtusos. Las
mejores cualidades suelen tenerlas las mujeres, la mayoría de las cuales son buenas, sumisas y
afectuosas; las “malas” –las hermanas Patty y Selma o la pedagoga Edna Krabappel‐ trabajan fuera de
casa, fuman, son duras y nada deseables. Marge, como en general las madres de las series televisivas
norteamericanas, se encarga en exclusiva de las desagradecidas tareas domésticas, de mantener la
armonía y la serenidad moral en su familia, y de evitar que la degradación moral presente en la vida
diaria de Springfield penetre en el refugio que es su hogar. Aún tiene vida sexual y no extrema su papel
de ángel del hogar, ofreciendo “una preciada y afectuosa imagen de la mujer que manda como mujer y
madre”. Lisa, la intelectual de la familia, la empollona de su colegio (Homer le dice: “Has sido más lista
que yo desde… que aprendiste a cambiarte de pañales”), suele verse marginada por los demás. Aunque
su idealismo moral fracasa con Homer, logra modificar algo del carácter de Bart, al que enseña que hay
que cumplir las promesas, proteger a los más vulnerables o apoyar a los amigos. Matt Groening señaló
en una entrevista concedida a Loaded Magazin: “En Los Simpson, los hombres no tienen ninguna
conciencia de sí mismos, y las mujeres están a punto de desarrollarla. Creo que, en algún momento, Lisa
podrá escapar de Springfield, de modo que para ella hay esperanza”.
TERCERA PARTE: NO HE SIDO YO: LA ÉTICA Y LOS SIMPSON
En el capítulo 10, “El mundo moral de la familia Simpson: una perspectiva kantiana”, James
Lawler señala cómo la mayoría de los personajes de la serie vive en constante tensión entre sus deseos,
sentimientos e intereses espontáneos y sus deberes o el tipo ideal de persona que quieren o tienen que
ser. Homer necesita gratificaciones inmediatas; el santurrón de Flanders, que parece vivir sin deseos
personales, conflictos o contradicciones, es caricatura de la moral cristiana; Bart, que, como su padre,
desea ante todo pasárselo bien, rara vez cobra conciencia del deber; Marge es feliz con el amor y el
respeto de su familia, sabe armonizar el cumplimiento de su deber moral con la felicidad que de ello se
deriva ‐como pide la ética kantiana‐, a veces se pregunta por la gran cuestión moral del feminismo, y en
un episodio como “Bocados inmobiliarios” logra el éxito por cumplir con su deber, sacando como
conclusión: “Haz lo que debas sin que importen las consecuencias”. Pero a Lawler le interesa sobre todo
el personaje de Lisa. Analiza episodios como “Lisa la iconoclasta”, “Lisa, la vegetariana”, “La familia va a
Washington” o “La guerra secreta de Lisa Simpson”, en los que los valores morales son positivamente
destacados: la niña busca vivir de modo coherente defendiendo sus principios y mostrando un agudo
sentido del deber moral, fruto de su reflexión sobre temas como la sinceridad, la ayuda, la igualdad o la
justicia. Aventurera como Bart, aunque en el plano moral, suele criticar los comportamientos de los otros,
algo que a menudo la vuelve una persona incómoda e incomprendida. Muchas veces se ve obligada a
admitir su arrogancia moral y a prometer ser menos dura con los defectos de los demás. Ama la vida, la
belleza, se compromete con la verdad y el bien, no gusta de la violencia ni de abusar de los débiles, lo
que le acarrea tristezas y frustraciones, que traduce en las tristes melodías de su saxofón (según Kant,
arte y belleza brindan la posibilidad de una vida moral más elevada). En “El blues de la Mona Lisa”, la
estudiante de primaria se pregunta: “¿Cómo podemos dormir por la noche cuando hay tanto sufrimiento
en el mundo?”, se autodefine así: “Soy la niña más triste de cuarto de EGB” y al final acaba tocando feliz
el saxofón en un club junto a su amigo Gingivitis. El autor señala: “La chica libre, independiente y recta
merece ser feliz”.
En el capítulo 11, “Los Simpson: la política atomista y la familia nuclear”, Paul A. Cantor destaca
la novedad que supone la serie respecto a los hábitos de la televisión norteamericana al abordar en tono
de sátira y de comedia temas serios como la energía nuclear, las mujeres en el ejército, la ecología, los
derecho de los homosexuales o la inmigración. Aunque los guionistas se burlan por igual de los partidos
políticos republicano y demócrata, la serie es de izquierdas y decididamente antirrepublicana; sin
embargo, el autor cree que son los demócratas los que dan pie al mejor chiste político de la serie: el
abuelo Abraham Simpson se ha quedado con un dinero que iba destinado a sus nietos y Bart le pregunta
si no le extrañó que le dieran un cheque “sin haber hecho absolutamente nada”. El abuelo responde
sencillamente: “Supuse que los demócratas habían vuelto al poder” (La tapadera”). Comenta luego
Cantor los nada convencionales modelos de familia aparecidos en series televisivas norteamericanas
como Tengo dos padres (1987‐1990), Matrimonio con hijos (1987‐1998), Una chapuza en casa (1991‐1999) o
Cinco en familia (1994‐2000), que parecen querer indicar que el colapso de la familia tradicional no
implicaba ninguna crisis social seria. Los Simpson, una recreación posmoderna de la primera generación
de comedias de situación televisivas, nacida en 1989 tras la huella de Los Picapiedra, supone, como La hora de
Bill Cosby (1984‐92), una celebración de la institución familiar más tradicional, aunque no deje de burlarse
de sus disfunciones y de algunos de sus valores. Los guionistas parecen querer decir: “Imaginad el peor
panorama posible: los Simpson. Pues incluso una familia así es mejor que ninguna”. El autor pasa luego
revista a los miembros de esta familia disfuncional que, sin embargo, funciona. Los Simpson satirizan la
religión y al hacerlo la aceptan como parte esencial de la vida de Springfield y de Estados Unidos. En
cuanto a la ciudad de Springfield, Cantor señala que la serie, a pesar de su modernidad aparente, plantea
una cálida sociedad extremadamente local (son locales hasta las corporaciones mediáticas y los
ciudadanos pueden influir directamente sobre las fuerzas de gobierno que inciden en su vida familiar),
en la que el gobierno federal apenas se hace sentir. Matt Groening advierte: “Quienes están en el poder
no siempre tienen en la mente vuestros mejores intereses”, hay que desconfiar del poder y más aun del
alejado de la gente corriente. Los Simpson son, según M. Dirda, “una sátira pérfidamente divertida y al
mismo tiempo extrañamente afectuosa de la vida en Estados Unidos a finales del siglo XX”. El artículo
concluye con un detenido análisis del episodio “Salvaron el cerebro de Lisa”, crítico con el limitado
mundo cultural de la América profunda.
En el capítulo 12, “La hipocresía de Springfield”, Jason Holt estudia la presencia de este vicio
moral entre los ciudadanos de Springfield y, frente a las concepciones filosóficas tradicionales sobre el
mismo, pretende mostrar que puede llegar a ser incluso admirable. Enraizada en la inconsistencia
general, la hipocresía se asocia normalmente con la corrupción política (el alcalde Quimby o el
congresista corrupto del episodio “La familia va a Washington”), los negocios (el señor Burns) o la
religión (el reverendo Lovejoy). A veces también son hipócritas el profesor Skinner y la señorita
Krabappel, los educadores. Pero ninguno de los Simpson es hipócrita, salvo que actúe bajo coacción.
Luego Holt intenta desmontar las asociaciones usuales entre hipocresía y engaño o simulación, y entre
hipocresía y astucia e inteligencia (en el Tartufo de Molière o el Julián Sorel de Stendhal “el choque entre
las virtudes intelectuales y morales es una delicia”), y defiende que cabe ser hipócrita inconscientemente
o por timidez, que no es imprescindible el ingrediente de la inteligencia y que la hipocresía suele ser
aburrida y banal. Un ejemplo sería Wiggum, el corrupto e incompetente jefe de policía, que aparenta
cumplir con su deber mientras acepta sobornos, consume drogas, frecuenta a las prostitutas o abusa de
su poder. La hipocresía, moralmente reprobable, es en ocasiones justificable, comprensible: al fingirse
nazi, S. Schindler salva la vida de miles de judíos; el Huckleberry Finn de Twain ayuda con sus
fingimientos a la huida de un esclavo negro; el inmigrante Apu abraza los valores estadounidenses para
evitar su deportación; aislada en su colegio por empollona, Lisa finge entregarse a la vagancia para ser
mejor aceptada por sus compañeros de clase. Define el autor finalmente la hipocresía como “un vicio
formal, la incoherencia, buscada o no, entre acciones deliberadas y valores suscritos de modo tácito o
explícito.”
En el capítulo 13, “Disfrutar de ´esa cosa llamada cucu… cucurucho´: El señor Burns, Satanás y la
felicidad”, Daniel Barwick se pregunta por la causa última de la infelicidad de Burns, el solitario y
ambicioso dueño de la central nuclear de Springfield, a pesar de que parece tenerlo todo. Y cree hallar la
respuesta en su particular visión del mundo, que lo mutila emocionalmente: siempre ambiciona más;
reviste de valor simbólico todo su entorno, lo que lo lleva a sobrevalorar las cosas sin lograr disfrutar de
ellas. En uno de los episodios de la serie, Satanás, en su proyecto para acelerar la deshumanización del
hombre, acepta la sugerencia de un demonio de crear una Oficina Interdepartamental de
Desubstanciación para corromper la relación del hombre con el mundo de los objetos. El éxito se
alcanzará cuando el hombre se aísle de la realidad y, sin darse cuenta de ello, pierda las cosas reales y el
placer que conllevan, al reemplazarlos por abstracciones, diagramas y espiritualizaciones, al usarlos
como medios para lograr unos efectos y no como fines en sí mismos. En el episodio “Equipo Homer”,
Burns tiene el capricho de ingresar en el equipo de bolos de Homer; cuando ganan el campeonato,
necesita humillar al equipo vencido y afirma a sus compañeros de juego, Homer, Apu y Moe, que la copa
le pertenece en exclusiva. Y es que para Burns el triunfo ‐como cualquier acontecimiento, persona o cosano
es más que “una señal de algo más”. Por su abuso del simbolismo, nada le parece deseable, ni con
sentido, ni verdadero si no representa “otra cosa” más importante (las cosas son buenas, dice Barwick,
por su bondad intrínseca y no por su problemática bondad instrumental o extrínseca). Además, al buscar
Burns la felicidad a través de un método que se asienta en el pasado o en el futuro, deja escapar lo
valioso del presente. Sólo excepcionalmente es capaz de entregarse a la felicidad de los pequeños
placeres: en el episodio “El niño que hay en Bart”, saboreará en la feria un rico helado olvidándose por
un momento de su mezquindad y de su nefasto hábito de simbolizar. ¿Podrá ser feliz algún día? Nacido
en 1892, graduado en Yale en 1914, Burns es hoy un hombre de 119 años lleno de malicia, odio y rabia, de
deseos de venganza, de ansias de poder y de lucro, y está habituado, además, a desechar la inmediatez
de la experiencia. No es fácil, pues, que un día pueda alcanzar la felicidad.
En el capítulo 14, “Holita, vecinos, tralarí, tralará: Ned Flanders y el amor al prójimo”, David
Vessey centra su atención en el episodio “Hogar, dulce hogar, tralarí, tralará”, en el que el muy religioso
matrimonio Flanders descubre con horror que Bart y Lisa no están bautizados. ¿Deberán bautizarlos de
inmediato o habrán de tolerar las creencias y prácticas de la familia Simpson, aun cuando crean que ello
puede ocasionar a los niños un sufrimiento eterno? El fin perseguido, la salvación de los niños, cuya
bondad parece innegable a los Flanders, ¿justificará los medios que les exige usar su deber moral?
Meditando sobre la relación entre creencias y actos, y planteando todo un complejo razonamiento, el
autor intenta contestar filosóficamente al dilema de los Flanders estudiando el mandato de Cristo “Ama a
tu prójimo como a ti mismo” y las ideas de Kant sobre la autonomía individual o su famoso imperativo
categórico “Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti”. Por amor debemos respetar las decisiones
de los demás, que actúan de acuerdo con su autonomía. La razón nos guía en la elección de unos
principios, universaliza nuestros juicios y evita que primen en ellos nuestros deseos e intereses
inmediatos, ayudándonos a distinguir si las máximas que elegimos son o no morales (aconseja Kant:
“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”).
¿Podemos interferir en las decisiones de los demás? ¿Hay que tolerar todas las elecciones de los otros? El
ensayo deja abiertas estas cuestiones y parece aconsejar un correcto uso del sentido común. En el cómico
desenlace del episodio, Flanders sólo logra bautizar en el río, por accidente, a Homer Simpson.
En el capítulo 15, “La función de la ficción: el valor heurístico de Homer”, Jennifer L. MacMahon,
pretende mostrar cómo la narrativa de ficción, en concreto Los Simpson, estimula la reflexión, educa y
favorece el desarrollo moral individual. Siguiendo el ensayo Love´s Knowledge de Martha Nussbaum, cree
que la narrativa supera al tratado teórico abstracto filosófico, al que cree lastrado por su comprensión
simplista de nuestra experiencia moral y su inconveniente grado de distancia moral. La narrativa presta
atención al individuo y a lo particular, a las emociones y los sentimientos, revela mejor las verdades
morales y la siempre compleja y ambigua realidad, y cultiva la empatía y la sensibilidad de los
espectadores. Admite MacMahon que la ficción debe formar parte del aprendizaje de la filosofía y la
educación morales, pero señala las limitaciones que encuentra en la tesis de Nussbaum, quien sólo
concede un valor educativo a las obras del canon occidental y no presta atención a las posibles influencias
negativas, perturbadoras, de la ficción, sobre las que ya alertó Platón. Como subrayan Gregorie Currie en
The Moral Psychologie of Fiction (1995) o Susan Feagin en Reading with feeling (1996), las obras de ficción
poseen un alto valor cognitivo, pues promueven nuestra identificación con los personajes, educan nuestra
capacidad de simulación ‐de ser otro, de ponernos en diversas situaciones‐, ayudan a purgar nuestras
emociones negativas, nos invitan a aprender de nosotros mismos y de los demás y a cobrar conciencia de
sentimientos y opiniones que teníamos sin saberlo. Tras estudiar lo que de paradójico existe en nuestra
relación con la ficción, que promueve a la vez identificación y disociación, intimidad y diferencia, la
autora cree, contra lo que pudiera creerse, sí cabe extraer verdades importantes de unos miembros de la
clase media norteamericana como los Simpson: unas verdades que nos pasan desapercibidas por formar
parte de la vida cotidiana. El indudable efecto pedagógico de la serie deriva de la fácil identificación del
público con sus personajes y sus situaciones y de la levedad con la que combina la bufonada y el humor
más sofisticado. La comedia como herramienta pedagógica permite dar de lado a ciertas angustias y
abordar cuestiones complejas como el racismo, las políticas de género, las políticas públicas, la ecología o
los derechos de los animales, que de otro modo resultarían incómodos o intratables. La serie no es sólo
para niños o adolescentes y es tan educativa como las obras cultas. Hay que concederle, pues, una
detenida atención, por su indudable valor cognitivo. Siempre podremos aprender algo de Homer y su
familia: la ficción nos afecta, lo sepamos o no.
CUARTA PARTE: LOS SIMPSON Y LOS FILÓSOFOS
En el capítulo 16, “Un marxista (Karl, no Groucho) en Springfield”, James M. Wallace realiza un
análisis marxista de Los Simpson. Tras defender la compatibilidad entre humor y marxismo (recuerda que
Marx intentó escribir textos cómicos tras leer “Tristram Shandy” de Sterne), se hace varias preguntas: si
puede ser “gracioso” un país como Estados Unidos, en el que el 5% de sus habitantes controla el 95% de
la riqueza; si la serie de Los Simpson invita a esa risa reflexiva sobre el orden social que George Meredith
exigía a las comedias, y si su sátira es subversiva respecto a la ideología dominante en América ‐el
capitalismo: competencia, consumo, patriotismo ciego, exagerado individualismo‐ o si, por el contrario,
ayuda a resistirse a ella evitando su pasiva recepción gracias al distanciamiento que provocan sus
continuas incongruencias. El autor probará que la serie no supone una crítica del dogma capitalista ni de
la ideología burguesa. Los marxistas no son bien aceptados en Springfield, ciudad que celebra la caída
del comunismo, lanza tomates al viejo comunista local o se espanta con la serie de dibujos animados de
la Europa del Este protagonizada por un gato y un ratón llamados Proletario y Parásito. El episodio
titulado “Escenas de la lucha de clases en Springfield” le parece al autor una predicación de la
resignación social. Los guionistas de la serie evitan tomar partido político distribuyendo por igual el
ridículo entre los poderosos y los más débiles, y muestran muy poco respeto por los problemas de la
clase trabajadora y a menudo se bromea sobre su escasa capacidad intelectual y su dependencia de la
cerveza o las drogas. Wallace cree todo ello fruto de las presiones que sobre los guionistas ejercen los
patrocinadores, los poderes corporativos y la Iglesia. Tomada la serie en su conjunto, el autor no observa
en ella una filosofía política o social coherente, menos aun subversiva, por lo que no acepta el “todo vale”
en que parece quedarse su magma de chistes y frases geniales. Tras un aparente ataque a la sociedad
capitalista norteamericana, se da, a través de “una visión nihilista y conservadora”, una defensa del
“mundo de lucha y explotación” que es la sociedad tradicional. Por eso, en “el episodio “Viva la
vendimia”, Homer acepta sin dificultad que los Estados Unidos sean a la vez “el país de la oportunidad”
y el país en el que “la maquinaria del capitalismo se engrasa con la sangre de los trabajadores”. Pero
¿hay que tomarse en serio las incisivas frases burlonas de Homer sobre el american way of life o son mero
ingenio sin peso final sobre la audiencia? Wallace se muestra a ratos perplejo y dubitativo: ¿le estará
permitido reírse con esta serie cómica o ante todo deberá exigir a la misma coherencia política, olvidando
sus abundantes frases y chistes mordaces? La serie no le parece un “reflejo adecuado de la vida
estadounidense del cambio de milenio”. El equipo de guionistas que preside Matt Groening trasmite la
ideología capitalista a través de un “cocido de referencias literarias, alusiones culturales, parodia
autorreflexiva, humor a quemarropa y situaciones de absurda ironía”, un perfecto reflejo del
“fragmentarismo dislocado y contradictorio del mundo capitalista”. Si Marx, Engels o Luckács habrían
repudiado Los Simpson por la índole no realista de sus personajes, un marxista bienhumorado podría
creer que reírse con la serie implicaría “reírse de las contradicciones del capitalismo”. Pero Wallace
recuerda que el público de la serie no se ríe del capitalismo como sistema alienante, fallido y creador de
sufrimiento, sino que, aparentemente satisfecho con él, manifiesta abiertamente su gusto por ese humor
“a menudo mezquino” que no deja sitio para la esperanza en un mundo mejor. ¿Es que cabe reírse de la
gente que carece de techo, del comercio de armas, de la brutalidad policial, del mal sistema educativo?
La serie ha de ser vista, pues, como “el peor tipo de sátira burguesa”: en lugar de mostrar el horizonte de
otro mundo mejor, hace creer a su público que vive en “el mejor de los mundos posibles”. Un marxista,
aunque se ría con la serie, se sentirá finalmente desencantado con ella. Wallace reconoce que se trata de
una serie “divertida”, que desafía, provoca, mantiene alerta, cuestiona la autoridad establecida, descubre
la vacuidad de numerosos valores burgueses y ajusticia muchas vacas sagradas. Pero todo ello le parece
poco, porque la serie “no ofrece una sátira coherente de la ideología vigente ni una esperanza de
progreso hacia un mundo de mayor justicia e igualdad donde se cumplan las posibilidades de la
humanidad y no las más miserables”. Al promover los intereses de la clase en el poder, la risa de Los
Simpson, en lugar de impulsora del cambio, es el opio del pueblo, al que se vende resignación, labor antes
reservada a la religión.
En el capítulo 17, “Y el resto se escribe solo: Roland Barthes ve Los
Simpson”, David L. G. Arnold lleva a cabo un análisis semiótico del
episodio “La tapadera” desde el estructuralismo lingüístico y el Roland
Barthes de Mitologías (1950), La Retórica de la imagen (1964) o S/Z (1970).
Bart y Lisa envían a la televisión sus propios guiones a fin de mejorar la
violenta serie Rasca y Pica; pero al no serles aceptados por ser obra de unos
niños, los firman con el nombre de su abuelo, y entonces logran ser
tomados en serio. El autor halla en este episodio un tratamiento irónico de
las oposiciones binarias realidad/ficción, juventud y falta de
experiencia/edad y sabiduría. Los significantes de los dibujos animados
consiguen vencer pronto la incredulidad inicial de los espectadores, que
quedan a merced de unos guionistas que, no presionados por la necesidad
de verosimilitud, gozan de una libertad ilimitada. Siguiendo al Barthes de
S/Z, el autor considera Los Simpson como un texto “irresponsable”, rico en
asociaciones, connotaciones y referencias intertextuales, que se burla
alegremente de todo aquel que intenta analizar la serie en profundidad, como un pastiche posmoderno
autoparódico que satiriza los significantes de la cultura que maneja. Bart y Lisa inventan su violento
guión sobre la base de unas pocas imágenes: en la peluquería, unas hormigas carnívoras dejarán en el
hueso la cabeza del gato Rasca, y alguien vestido como el cantante Elvis Presley, aburrido con lo
previsible de los gags protagonizados por el gato y el ratón de Rasca y Pica, tiroteará el televisor usando
como arma el mando a distancia. “Y el resto se escribe solo”, afirma Bart. Es decir, a los niños guionistas
| Crítica de Libros
196
NOVIEMBRE
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les bastará echar mano de la rica y accesible reserva de significantes que poseen. El autor se pregunta por
la responsabilidad contraída por la familia y el sistema educativo, que permiten una desmedida
abundancia de imágenes violentas en la televisión. En Los Simpson nada es previsible. Al contrario:
distanciando con habilidad la cadena significante de los significados, la serie se abre a la connotación, lo
absurdo y lo fortuito, a la fascinación de los significados flotantes que se agrupan y se dispersan como
por azar. Ya Barthes se refirió a este tipo de “asociación casual”: “Esta forma fugitiva de citar, esta forma
subrepticia y discontinua de tematizar, esta alternancia del flujo y del brillo definen muy bien el aspecto
de la connotación: los semas parecen flotar libremente, parecen formar una galaxia de pequeñas
informaciones donde no se puede leer ningún orden privilegiado: la técnica narrativa es impresionista”.
Concluye el autor: “Admitir que verdaderamente se trata de nuestro mundo, que hemos perdido el
control de los mecanismos de estabilidad y sentido hasta ese punto, sería demasiado embarazoso. En
lugar de eso, descubrimos que nos conviene reír, aunque sea en defensa propia”.
En el capítulo 18, “¿Qué significar pensar para Bart?”, Kelly Dean Jolley nos confiesa que ha
hecho del niño de los Simpson su musa filosófica por su compromiso reflexivo o activo con el mundo,
con la “fuericidad”, que lo convierte en una especie de pensador heideggeriano. Frente al Schopenhauer
que en El mundo como voluntad y como representación piensa que el mundo está en la cabeza como
representación, el autor trata de diseñar un modelo de pensar el pensamiento según el cual ni el mundo
ni los pensamientos se alojen en la cabeza: al pensar “nuestros pensamientos han de estar allí donde esté
aquello en lo que pensamos”. Este pensar “fuera de la cabeza” ya lo intentaron el Frege que habla de la
tercera esfera en El pensamiento. Una investigación lógica, y el Heidegger que procede a revisar la epojé de
Husserl ‐cuyo antipsicologismo comparten ambos filósofos‐, para proponer desde su personal epojé
personificar el suelo firme de nuestra vida llenando nuestros actos de pensar con los fenómenos
espaciales y temporales de nuestro vivir, de manera que las cosas en que pensamos no parezcan ajenas a
nuestro pensamiento, aisladas de nosotros y veladas por las representaciones, sino cosas que nuestro
pensamiento procede a abrazar. Piensa el autor que lo que Heidegger busca articular con tanto empeño
consigue vivirlo sin esfuerzo alguno un Bart Simpson sin bagaje científico, filosófico o psicológico
alguno. Dean Jolley señala que el niño nos ayuda a entender el pensar antipsicologista y personificado:
en sus acciones y pensamientos, se enfrenta cara a cara con las cosas que le interesan porque su
pensamiento se orienta intrínsecamente hacia el mundo; nada está en su cabeza, no hay intermediario
psicológico, personal, entre el mundo y él; su pensar reacciona ante aquello que se le presenta, y de ahí
sus admirables poderes: su ingenio, su coqueteo con los peligros y los problemas o su saber evitarlos, su
don de predecir el curso de los acontecimientos… “Para Bart, el mundo está en sus pensamientos, y sus
pensamientos implican al mundo”.
APÉNDICES
El volumen se cierra con varios Apéndices: “Listado de episodios”, desde la primera temporada
(1989‐1990) hasta el episodio del 18 de mayo de 2008 (un total de 420); “Este libro se inspira en ideas
de…”, una reunión de citas de los grandes pensadores mencionados en la obra; “Con las voces de…”, un
breve currículum de los colaboradores del volumen.

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