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sábado, diciembre 14, 2024
La historia oculta de como cayó Jorge Castillo, el rey de La Salada

La historia oculta de como cayó Jorge Castillo, el rey de La Salada

El periodista Nacho Girón investigó el submundo y las mafias de un negocio que factura 200 millones de pesos por día. En su libro «La Salada, radiografía de la feria más polémica de Latinoamérica», revela el final del capo -luego de un feroz tiroteo en su mansión- y su nueva vida en la cárcel.»Estoy esperando que pase el cortejo fúnebre de mis enemigos», dispara Castillo

Jorge Castillo inclinó la cabeza, se sentó en el móvil policial y dirigió la vista a sus muñecas; por un instante, la imagen de las esposas obligándolo a juntar las palmas de las manos lo horrorizó. Después, reflexionó: que iba a salir en la tapa de los diarios; que la mayoría de sus ¿amigos? iban a desaparecer y sus enemigos aprovecharían el escarnio público para terminar de liquidarlo; que iba a tener que defenderse.

El leve movimiento del auto que lo trasladaría a su lugar de reclusión le interrumpió los pensamientos. Y, mientras se alejaba de su mansión, pudo contemplar acaso por última vez en mucho tiempo la imponente fachada principal color crema, las dos gigantescas alas de la propiedad, la fuente de agua, la pileta y la cancha de tenis de medidas profesionales. El hombre apoyó parte de la cabeza sobre el vidrio frío de la ventanilla y cerró los ojos un rato.

Unas horas antes, alrededor de las once de la noche de aquel 20 de junio de 2017, el hombre fuerte de La Salada le había propinado un par de disparos a un efectivo de la Bonaerense a través de la mirilla de una puerta.

Los ocho uniformados elegidos para llevar adelante el más trascendental de los 57 operativos simultáneos que en absoluto secreto había solicitado la Justicia, se fueron agrupando con expectativa en una estación de servicio del Conurbano, cerca de Puente 12. Ninguno sabía qué le tocaría hacer esa madrugada.

Los preparativos demandaron semanas enteras de planificación y logística. Pero sobre todo, de sigilo; conscientes de las habituales redes de topos que suelen rodear el mundo de la feria, las poquísimas autoridades que conocían el detalle de las uturas órdenes de detención y allanamiento —del Poder Ejecutivo, cuatro personas; del Poder Judicial, tres— se aseguraron, por ejemplo, que no participaran policías de Lomas de Zamora.

Por eso, buena parte de los integrantes del Grupo de Apoyo Departamental (GAD) que irrumpieron en la vivienda de Castillo prestaban servicios en 25 de Mayo y en General Alvear, es decir, en el interior provincial.

Cuando por fin se acercaba la acción, los jefes del escuadrón principal le revelaron a sus subalternos que iban a apresar a «un comerciante» en «un country» y que si bien la orden era «realizar el procedimiento pacíficamente» había que tener cuidado en «no romper el factor sorpresa». Luego, los oficiales enfilaron hacia la chacra 19 del «Club de Campo Haras Argentino» de Luján.

Una vez allí, el subcomisario Félix Villaverde y sus hombres redujeron a los custodios privados que encontraron en el acceso al lugar, apagaron las luces de los dos patrulleros e ingresaron primero al terreno y después a la casona.

—¡Policía, policía! —gritaron al unísono, según declararon en los Tribunales. La alarma empezó a aturdir enseguida. Al comprobar que no había nadie abajo, el grupo se movió hasta una escalera que conducía a la planta donde estaban las habitaciones. Y ahí se encontraron con una sorpresa: un portón blindado, color marrón oscuro, impedía pasar a la parte superior.

Los relatos, a partir de ese momento, difieren según la posición del narrador; de un lado y del otro del picaporte hay certezas completamente antagónicas.

La escena sucedió demasiado rápido. Desde el sector de los peldaños, todos dirigieron su mirada al subteniente Carlos Gómez, que comprendió instantáneamente lo que tenía que hacer: como «líder 1» no sólo encabezaba la fila de efectivos con su escudo balístico protector sino que también llevaba la voz cantante.

—¡Somos la policía! ¡Castillo, entréguese! ¡No le va a pasar nada,abra que está rodeado! —advirtió.
—¡Váyanse, hijos de puta! ¿Qué quieren? ¡No voy a salir! —le respondieron.
—¡Abra de una vez! ¡Abra le dig…! —insistió el primero, pero no pudo terminar.
—¡Salgan de acá! ¡Los voy a matar!

El uniformado, firme en su posición, sintió en sus labios una gota de transpiración. La saboreó sin sospechar que unos minutos más tarde su boca iba a saborear sangre.

Gómez le hizo señas a uno de sus compañeros, que de memoria tomó un ariete y arrancó a golpear con fuerza la abertura que los separaba de su presa y de cumplir su misión.

En el dormitorio principal, el capo de Punta Mogote había saltado de la cama despertado por la chicharra perimetral y por los gritos de su mujer.

—¡Amor, entraron a la casa! ¡Nos están robando! —escuchó, medio atontado aún por la pastilla que había tomado antes de acostarse.

Vestido con pijama, manoteó el arma más cercana de las varias que tenía a su disposición: una Glock nueve milímetros con mira láser incorporada.

—¿Quién anda ahí? ¡Fuera, carajo! ¡Los voy a cagar a tiros! —avisó con la respiración entrecortada.

A los pocos segundos, apoyó la punta del fierro a la altura de sus ojos, justo sobre la mirilla de la puerta, y apretó el gatillo. Primero una vez. Y después otra.

—¡FUEGO! —clamó uno de los bonaerenses que intentaba, sin suerte, derribar la blindada.
—¡Para atrás, para atrás, para atrás! —se sumaron desesperados sus colegas.
—¡Hay fuego! ¡Nos están tirando!

Apelotonados contra el pasillo, el responsable del GAD observó cómo una gotas de líquido espeso rojo empezaban a dibujarle líneas en el rostro a Carlos Gómez.

—¡Oficial herido, oficial herido! —alertó sobre el agente de la ley que había alzado el escudo para protegerlos sin impedir que las esquirlas del plomo del proyectil lesionaran su ojo derecho.

Desde el lado de afuera de la mansión, los uniformados que debían asegurar el exteriorpudieron ver cómo Jorge Castillo ahora corría la cortina del ventanal que daba a su cuarto y espiaba hacia afuera.

El feriante jura que recién ahí se dio cuenta de que no lo estaban robando sino allanando y que le había disparado a un policía y no a un ladrón.

—¡Voy a salir, voy a salir! ¡Dejé el fierro en la cama! —dijo el de Punta Mogote, con las manos en alto.
—¡No tiren, vamos a bajar! —completó Natalia Paola Luengo, la actual esposa del empresario.

Y se arrimaron a las escaleras, lentamente, rodeados de tres nenes de 6, 8 y 9 años que se pegaron el peor susto de su corta existencia en este mundo.

El personaje más poderoso y mediático de La Salada, al que la Justicia buscaba como presunto líder de una asociación ilícita que operaba en las calles de Ingeniero Budge,salió de su lujosa morada con una nueva imputación: el intento de homicidio a un miembro de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

Durante la madrugada del 20 de junio de 2017 pasó lo que nunca nadie en las ferias hubiera sospechado que podía suceder: había caído el «rey». La Argentina entera comentó la noticia, que por su trascendencia popular inundó, casi en cadena nacional, todos los huecos disponibles en la prensa.

En la inmensa casa del barrio privado de Luján, los peritos encontraron numerosos elementos que les llamaron la atención. Antes que nada, armas de todo tipo, acompañadas por cientos y cientos de municiones: una Glock modelo 21 de 45 milímetros, un revolver marca Taurus calibre 44 especial, una carabina calibre 308 Winchester, una escopeta doble caño marca Zabala Hermanos y hasta una caja que contenía 28 postas de guerra, por citar solo un puñado. Además, hallaron 30 teléfonos, la mayoría de última generación. Y, en especial, aparte de múltiples documentos, una carpeta de color azul y gris, y otra de color blanco y violeta, que contenían planillas con el detalle de movimientos contables de la feria, entre ellos los que harían referencia a puestos ubicados en distintos espacios públicos; dicen, por ejemplo, «Ribera —Calle 1», «Tilcara A», «Azamor» y «Virgilio —Vereda». Las etiquetas se corresponden a los nombres de las principales arterias de La Salada.

Con menos repercusión y sin tiros de por medio, en aquellas semanas hubo un total de 35 apresados, integrantes de La Banda de Adrián, Los Chaqueños, Los Cucos y Los de Boca. La nota distintiva la dio la vivienda del sobrino de Jorge: más allá de un verdadero arsenal de guerra, los uniformados se toparon con un llamativo culto a la mafia; cuadros con la cara de Scarface —reconocido narcotraficante de ficción interpretado por Al Pacino— y un gran póster de Pablo Escobar —que repasaba los momentos destacados de su «carrera»—. Asimismo, los vehículos de alta gama blindados en los que se movía el clan (algunos: una camioneta Dodge RAM, un Mercedes y un Porsche), una moto Harley Davidson sin sus correspondientes papeles de registro, relojes Rolex, recuerdos de viajes paradisíacos en París, Pisa, Miami y Disney. Y la lista sigue.

Pero «Castillo» no fue el único apellido de peso que sufrió la firmeza de las investigaciones: como ya le había sucedido a finales de 2001 por otros motivos, el propio Enrique «Quique» Antequera de Urkupiña fue detenido en la noche del 10 de agosto de 2017 junto a una decena de peligrosos personajes ligados al mundo del fútbol.

La Salada estaba siendo descabezada. Cuarenta y ocho horas después de quedar tras las rejas, Jorge Castillo escuchó formalmente las acusaciones por parte del fiscal Sebastián Scalera y su equipo sentado en una pequeñísima oficina del tercer piso de los Tribunales de Lomas. Ese día, y los que vendrían, el administrador negó rotundamente todos los cargos.

Como si al empresario le faltaran problemas, el magistrado a cargo de un expediente de la Justicia federal —paralelo al sumario provincial—, que se había iniciado a partir de una denuncia de la Dirección General Impositiva (DGI) y que lo investigaba por delitos graves como «evasión agravada» y «lavado de dinero», aprovechó los allanamientos y secuestró contradocumentos que probarían la existencia de testaferros para ocultar movimientos de plata y desviar fondos.

En el escrito que le ayudaron a elaborar sus abogados, Castillo se defiende y desarrolla su visión del siempre polémico mercado:

«No escapan a mi conocimiento las persecuciones que cíclicamente sufrimos quienes desarrollamos nuestra actividad en La Salada. Esas persecuciones no están exentas deun cariz marcadamente político, en el que se entremezcla un velado interés de los grandes empresarios de centros comerciales e industriales molestos por la competencia que implica La Salada, cierta actitud discriminatoria hacia un fenómeno popular, y la marcada incapacidad de la clase política para gestionar el desarrollo ordenado de esta impactante expansión comercial. No se me escapa tampoco que esa incapacidad política ha posibilitado también que la intensa expansión de La Salada se haya visto perturbada por la aparición defocos de ilegalidad de diverso tipo (y de diversa gravedad) tales como infracciones marcarias por parte de algunos feriantes, intentos de explotación de los productores textiles cuentapropistas de la zona, aparición de grupos que pretenden constituir y explotar espacios feriales u otros servicios no autorizados ni habilitados en la vía pública, entre las más destacadas. La aparición de esos focos de ilegalidad en la zona, se insertan en una crisis más profunda y general de inseguridad que es de público conocimiento».

Ya con la prisión preventiva confirmada por un juez, el «rey» orientó sus dardos hacia arriba.«Soy un preso político», repitió hasta el hartazgo. Le pegó, sobre todo, al presidenteMauricio Macri, a la gobernadora María Eugenia Vidal, al ministro de Seguridad bonaerenseCristian Ritondo y a la diputada nacional Elisa «Lilita» Carrio.

En efecto, esta última dirigente fue la que más apretó las clavijas para que se destrabara lo que ella describió como «una orfebrería que proporciona cobertura y garantiza impunidad a ciertos sectores implicados en actividades delictivas». Con pinceladas poéticas, Carrió presentó una denuncia ante el procurador de la provincia de Buenos Aires, Julio Conte Grand, en el que apuntó a un complejo entramado de funcionarios, miembros del poder judicial e integrantes de las fuerzas policiales que favorecerían el desarrollo criminal de La Salada. Coincidencia —o no—, un mes más tarde se efectuaron las detenciones de sus responsables.

«En La Salada se ve claramente cómo funciona el modelo de los narcos: es un estado paralelo, encriptado de todo control —analiza la abogada Mónica Frade, que trabaja codo a codo con la fundadora de la Coalición Cívica—. Lomas siempre cubrió al mercado; detrás de ese lugar hay connivencias de todo tipo».

«Lilita» expuso el aparente blindaje tribunalicio que históricamente se le brindó al conjunto de ferias de Lomas, protección que tuvo su punto culmine en abril de 2015 cuando una sospechosa resolución hizo que todas las causas recayeran sobre un mismo fiscal: Carlos Román Baccini. «Mediante esa curiosa centralidad, los funcionarios provinciales y municipales se aseguraron un solo canal de diálogo y la complicidad e impunidad con los dos ‘líderes territoriales’: Enrique Antequera y Jorge Castillo, y los no formales, a cargo de barras de diferentes clubes que se disputan el territorio con la venta de drogas, armas y trata de personas, en todas sus variantes», sostuvo en su escrito.

En este contexto, se perdieron misteriosamente más de cien discos con escuchas telefónicas y varias fojas clave del sumario principal en las que habría «menciones a altos personajes» del mundo de la Justicia.

Baccini terminó siendo apartado de las investigaciones y la Fiscalía General de Lomas de Zamora armó un cuerpo especial de instructores, a cargo de Sebastián Scalera, para llevar adelante los casos del mercado más grande del país. Entrar de lleno a las vicisitudes saladescas no fue gratis: el 4 de mayo de 2016 a la noche, cuando el fiscal se dedicaba en pleno a la pesquisa sobre La Ribera, él y su esposa fueron secuestrados por cinco delincuentes armados y encapuchados que los liberaron recién después cobrar un rescate; el mensaje estaba claro.

El «rey de La Salada» aparece con andar pausado y mueca sonriente por uno de los pasillos del centro de detención que lo albergó en sus primeras semanas sin libertad. Para encontrarse con él, es necesario pasar seis controles rigurosos. A juzgar por su apariencia, está más flaco; a juzgar por sus expresiones, está igual de combativo que siempre.

La Alcaidía de La Plata es un enorme complejo que aloja a los presos que acaban de entrar al sistema penitenciario; es un lugar un poco más «amigable» que otros presidios de la provincia de Buenos Aires, pero con las mismas restricciones que debe afrontar cualquier delincuente.

Jorge Castillo empieza a hablar sin parar apenas hace el saludo de rigor. «Me tomo todo esto como unas vacaciones. Yo no tengo apuro, estoy esperando que pase el cortejo fúnebre de mis enemigos, y mientras tanto me divierto. ¡Todo pasa!», dice.

Sin ningún privilegio, duerme sobre un pequeño y aplastadísimo colchón ignífugo en una celda individual de dos metros por cuatro; las mismas proporciones que tenían algunos de los locales que alquilaba en Punta Mogote. Y mientras avanza la causa en la que se lo investiga, consume su existencia con la sola compañía de una mesita sucia, un lavatorio y una letrina que genera nauseas instantáneas, rodeado de posters y fotos que otros reclusos dejaron cuando estuvieron encerrados.

Las jornadas son duras: diecinueve de las veinticuatro horas del día debe permanecer adentro. Durante las cinco restantes, puede salir a un patio que en realidad es puro cemento; en ese reducto comparte charlas brevísimas con quienes estuvo distanciado años y años: su hermano Hugo y sus sobrinos Adrián y Leandro.

Jorge Castillo, el personaje fuerte detrás de los paseos comerciales de Ingeniero Budge, se cubre del frío y la humedad con dos capas de buzos polar, un jean y unas discretas zapatillas marrones. El escenario de la primera entrevista que acepta dar desde aquel 20 de junio de 2017 en el que cayó detenido es una minúscula salita tan vacía que cada palabra produce un eco ensordecedor.

«¡Yo no soy parte de ninguna asociación ilícita, soy un tipo que labura! —argumenta este especialista en dividir las aguas—. Yo combatí y denuncié a los malandras de la feria, así que no entiendo por qué estos impresentables me hacen semejantes acusaciones. Es más, sabía que me estaban investigando y siempre me ajusté a derecho». Y continúa casi sin tomar aire: «En Argentina estamos todos con libertad condicional. Te abren una causa inventada y vos tenes que demostrar que sos inocente. Estoy secuestrado; alguien está recibiendo algo a cambio de esto».

—¿Por qué decís que sos un preso político? ¿Quién te querría perseguir?
—Acá hay una animosidad contra mí por parte del gobierno nacional. La política está metida en la investigación porque están intentado meterse y quedarse con el negocio. Pero que les quede claro: yo no soy ninguna mafia y La Salada tampoco.

Cuando se le menciona la enorme cantidad de puestos que se extendían al menos hasta mediados de 2017 en las calles de La Ribera, y también la existencia de planillas que indicarían que cobraba por esos espacios, Castillo admite: «Claro que había locales ahí, ¿cómo voy a decir que no? Pero los cobra la empresa, ojo, con ticketera fiscal…».

—¿Entonces admitís haber usurpado el espacio público?
—Es que si vos no ocupás el espacio público de La Salada, te lo ocupa otro.

El hombre se distrae un segundo con los barrotes que tiene ante sus ojos. Y como si le hubiera llegado a la boca una súbita reflexión, larga: «La Salada no va a desaparecer, porque sino la gente no se puede vestir. Y si eso pasa, la población va a castigar con su voto a este o a cualquier gobierno».

Fuente https://www.infobae.com/sociedad/policiales/2017/10/07/millones-mansiones-y-balas-la-historia-oculta-de-la-caida-de-jorge-castillo-el-rey-de-la-salada/

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